Todos los años, más o menos por estos días en que los pajaritos cantan y las
nubes se levantan (aunque 2012 ande escaso de nubes y pájaros, salvo en ámbitos
financieros), me entra el pronto nostálgico y acabo transitando por vericuetos
mentales que me devuelven a mi más tierna infancia.Y, en uno de sus rincones,
inesperadamente, aparece el día de mi primera (y casi última) comunión.
Este recuerdo no surge asociado a ninguna
decisión personal (yo que sabía) o paternal (porque ellos sí que sabían).
Entonces uno hacía la comunión como el servicio militar obligatorio, al alcanzar
la edad correspondiente se activaba el mecanismo. En el caso que me ocupa el
proceso era más sencillo y, una vez superados los tres o treinta meses de
catequesis, comenzaba la parte de la historia que nos gustaba a los niños: la de
escoger el traje y el lugar de la celebración.
En cuanto al traje, la elección no era, sobre
todo para los chicos, nada complicada, porque se reducía a dos
uniformes:
- el de chaqueta azul y pantalón blanco, de marinero o almirante
según el número de botones y entorchados que pudiera alcanzar el poder
adquisitivo del padre del infante (de marina).
- el de chaqueta marrón oscuro y pantalón beige, de los soldados
de tierra, con algún que otro escudo estratégicamente situado para intentar
disimular que era bastante más soso y barato que el anterior.
No sé si por mi congénita aversión al agua o por sutil persuasión
interesada de mis padres, pero el caso es que me decidí por el segundo y, días
más tarde, las palabras del sacerdote que ofició la ceremonia me pillaron de
marrón.
En relación a la celebración, mis padres optaron por la comodidad
y, en lugar de desplazarnos al lejano salón de banquetes al que casi todos
acudían para conmemorar la ocasión, eligieron otro que pillaba bastante más
cerca de casa, el salón-comedor de la misma donde, como pudimos, nos acomodamos
para festejar y rematar la jornada.
Y, con lo sencillo y modesto que fue todo, no debió de salir tan
mal cuando años después, más o menos por estos días en que los pajaritos cantan
y las nubes se levantan (aunque 2012 ande escaso de nubes y pájaros, salvo en
ámbitos financieros) me entra el pronto nostálgico y acabo transitando por
vericuetos mentales que me devuelven a mi más tierna infancia. Y, en uno de sus
rincones...
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